¿Recuerdas el placer de
hablar frente a frente?
Algunos
restaurantes europeos, les retienen a los clientes sus teléfonos celulares al
entrar. Se trata de una corriente que busca recobrar el placer de comer, beber
y conversar sin que los celulares interrumpan, ni los comensales den vueltas
como gatos entre las mesas mientras hablan a los gritos.
«Gracias» al celular, la conversación
se está convirtiendo en un esbozo telegráfico que no llega a ningún lado. El
teléfono se ha convertido en un verdadero intruso. Cada vez es peor. Antes, la
gente solía buscar un rincón para hablar. Ahora se ha perdido el pudor. Todo el
mundo grita por su móvil, desde el lugar mismo en que se encuentra.
La
batalla, por ejemplo, contra los conductores que manejan con una mano, mientras
la otra, además de sus ojos y su cerebro se concentran en poner SMS, parece
perdida. Aunque la gente piensa que puede hablar o escribir al tiempo que se
conduce, hay que estar en un trancón causado por un adicto al teléfono para darse
cuenta de que no es así.
No niego las virtudes de la
comunicación por celular. La velocidad, el don de la ubicuidad que produce y,
por supuesto, la integración que ha propiciado para muchos sectores antes al
margen de la telefonía. Pero me preocupa que mientras más nos
comunicamos en la distancia, menos nos hablamos cuando estamos cerca.
-Quieres conocer tu bebe? -Espera, primero reviso mis mensajes |
Me
impresiona la dependencia que tenemos del teléfono. Preferimos perder la cédula
que el móvil, pues con frecuencia, la sim-card funciona más que nuestra propia
memoria.
El
celular más que un instrumento, parece una extensión del cuerpo, y casi nadie puede resistir la sensación de
abandono y soledad cuando pasan las horas y este no suena.
Por
eso quizás algunos nunca lo apagan. ¡Ni en cine! He visto a más de uno contestar
en voz baja para decir: «Estoy en cine, ahora te llamo». Es algo que por más
que intento, no puedo entender. También puedo percibir la sensación de
desamparo que se produce en muchas personas cuando las azafatas dicen en el
avión que está a punto de despegar que es hora de apagar los celulares. También
he sido testigo de la inquietud que se desata cuando suena uno de los ring
tones más populares y todos en acto reflejo nos llevamos la mano al bolsillo o
la cartera, buscando el propio aparato.
Enajenados y autistas.
Así he visto a muchos de mis colegas,
absortos en el chat. La escena suele repetirse: El celular en el escritorio. Un
pitico que anuncia la llegada de un mensaje, y el personaje que tengo en frente
se lanza sobre el teléfono. Casi nunca pueden abstenerse de contestar de
inmediato. Lo veo teclear un rato, y sonreír; luego mirarme y decir: «¿En qué
íbamos?». Pero ya la conversación se ha ido al traste. No conozco a nadie que
tenga celular y no sea adicto a él.
Alguien me decía que antes, al levantarse por
las mañanas, su primer instinto era tomarse un buen café. Ahora, su primer acto
cotidiano es tomar su aparato y responder al instante todos sus mensajes.
Es la tiranía de lo instantáneo, de lo simultáneo, de
lo disperso, de la sobredosis de información y de la conexión con un mundo
virtual que terminará acabando con el otrora delicioso placer de conversar con
el otro, frente a frente.
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