Durante la etapa en la que
compagino su carrera de actor con la de presentador del concurso “You Bet
Your Life” (Apueste su vida), Groucho Marx entrevistó a una
concursante que había dado a luz 22 hijos.
«Amo mucho a mi marido» explicó
la orgullosa madre y feliz esposa.
A lo que Groucho replicó:
«A mí también me gusta mi puro, pero
me lo saco de vez en cuando»
Un día, mientras Groucho Marx se encontraba trabajando en su jardín, equipado con
un desgastado atuendo de jardinería, una mujer detuvo su Cadillac frente a la
casa y trató de convencer al “jardinero” para que trabajara para ella.
«¿Cuánto le paga la señora de la
casa» le preguntó la mujer.
A lo que Groucho respondió:
«Oh, no me paga en dólares. La señora
de la casa tan sólo me deja dormir con ella»
Algunas crónicas cuentan que Oscar Wilde estaba convencido de que, en un gran número de
ocasiones, la gente no escuchaba cuando se les hablaba, por lo que para
demostrarlo explicaba a sus conocidos la anécdota sobre el día que tuvo que
asistir a una importante fiesta a la que llegó tarde.
Para justificar su tardanza ante
la anfitriona, Wilde puso como excusa que se había demorado debido a que ‘había
tenido que enterrar a una tía suya a la que acababa de matar’.
La dama sin inmutarse contestó
al escritor irlandés:
«No se preocupe usted. Lo importante
es que haya venido»
El escritor Narciso Sáenz Diez Serra (más conocido como Narciso Serra) paseaba en cierta ocasión con un amigo cuando le
preguntó:
«¿Cuántos cornudos te parece que
viven en esta calle sin contarte a ti?»
El acompañante indignado
contestó:
«¡Cómo sin contarme a mí! Esto
es un insulto…»
A lo que el dramaturgo reformuló
la pregunta:
«Bueno, no te enfades. Vamos,
contándote a ti, ¿cuántos te parece que hay?»
El obispo de Ginebra y
posteriormente canonizado santo, Francisco de Sales
se encontraba dialogando larga y
distendidamente con una dama de la corte. Tras terminar la conversación y
despedirse se encontró con un conocido que le preguntó si la señora con la que
había estado hablando era hermosa.
«¿Hermosa? -respondió el
prelado- No lo sé»
«¿Cómo es posible? ¿No la habéis
visto?»
«La he visto, pero no la he mirado»
En 1960, durante el rodaje del
film G. I. Blues, protagonizado por Elvis Presley, éste se convirtió
en el amante de la actriz Juliet Prowse, con la que compartía rodaje. El
problema era que la actriz, en aquellos momentos, estaba comprometida con Frank
Sinatra.
El rey del rock tenía sus
encuentros amorosos en el camerino y apostaba en la puerta a Red West, un
amigo de la infancia del cantante que en aquellos momentos le hacía de
guardaespaldas.
En cierta ocasión, Red quiso
gastarle una broma a su amigo y aporreó fuertemente la puerta anunciando que
Sinatra se acercaba por el pasillo. Cuando Elvis se asomó comprobó que se
trataba de una broma.
Días después, los amantes se
encontraban en la habitación de Juliet en el hotel de concentración del equipo
de rodaje.
Sonó el teléfono y Red advirtió
de la presencia de Frank Sinatra en el hall del hotel. Elvis no le creyó y le
colgó el teléfono.
Instantes después, Elvis abandonó la
habitación cuando al girar el pasillo choco de bruces con Sinatra.
Johannes
Brams tuvo que acceder en
cierta ocasión a recibir la visita de una cantante a la que él consideraba
bastante mediocre.
La intención de la joven
intérprete era que el genial músico le cediera una de sus composiciones para
poder adjuntarla en su repertorio.
-En estos momentos ninguna de
las que tengo escritas es apropiada para usted, por lo que deberá esperar un
poco.
Ante la insistencia de si
tendría que esperar mucho tiempo, Brahms contestó:
-No se lo puedo decir, pero las
únicas canciones que le prestaría son mis canciones póstumas. Así tendré la
seguridad de no oírselas cantar.
Una noche el compositor francés Théodore Dubois había prometido asistir a una audición de un pianista
aficionado desprovisto de todo virtuosismo, pero provisto de una considerable
fortuna. Dubois llegó cuando el concierto había empezado y no le permitieron
entrar en la sala.
-Pueden dejarme pasar, no haré
ruido.
Pero el portero, muy serio,
contestó:
-Piense, señor, que si abro la
puerta querrán irse los que están dentro.
El General George S. Patton nunca se dejó estremecerse por los bombardeos. Era un
militar firme y odiaba a los soldados cobardes, molestándole de manera
exagerada que sus hombres al mando se refugiaran y/o pusieran a cubierto,
incluso en un fuerte bombardeo.
Cierto día, durante la Segunda
Guerra Mundial, se encontró con el Mayor General Terry Allen que
estaba al cargo de un campo de batalla plagado de trincheras.
«Allen ¿usted tiene una
trinchera también?» pregunto Patton.
«Sí, señor» respondió
Allen, señalando «Justo ahí»
Sin mediar palabra alguna, Patton se
acercó a la trinchera, bajó sus pantalones y orinó en ella.
En plena Guerra de la
Independencia, George Washington envió a sus
oficiales a requisar los caballos de los terratenientes locales. Llegaron a una
vieja mansión y cuando salió su anciana dueña le dijeron:
«Señora, venimos a pedirle sus
caballos en nombre del Gobierno»
«¿Con qué autoridad?» replicó
la mujer
«Con la del General George
Washington, comandante en jefe del ejército americano»
La anciana sonrió y zanjó el
tema:
«Váyanse y díganle al general
Washington que su madre dice que no puede darle sus caballos»
Fuente: 20minutos.es
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