domingo, 23 de junio de 2013

ANECDOTAS DE FAMOSOS DE LA HISTORIA



Durante la etapa en la que compagino su carrera de actor con la de presentador del concurso “You Bet Your Life” (Apueste su vida), Groucho Marx entrevistó a una concursante que había dado a luz 22 hijos.
«Amo mucho a mi marido» explicó la orgullosa madre y feliz esposa.
A lo que Groucho replicó:
«A mí también me gusta mi puro, pero me lo saco de vez en cuando»

Un día, mientras Groucho Marx se encontraba trabajando en su jardín, equipado con un desgastado atuendo de jardinería, una mujer detuvo su Cadillac frente a la casa y trató de convencer  al “jardinero” para que trabajara para ella.
«¿Cuánto le paga la señora de la casa» le preguntó la mujer.
A lo que Groucho respondió:
«Oh, no me paga en dólares. La señora de la casa tan sólo me deja dormir con ella»

Algunas crónicas cuentan que Oscar Wilde estaba convencido de que, en un gran número de ocasiones, la gente no escuchaba cuando se les hablaba, por lo que para demostrarlo explicaba a sus conocidos la anécdota sobre el día que tuvo que asistir a una importante fiesta a la que llegó tarde.
Para justificar su tardanza ante la anfitriona, Wilde puso como excusa que se había demorado debido a que ‘había tenido que enterrar a una tía suya a la que acababa de matar’.
La dama sin inmutarse contestó al escritor irlandés:
«No se preocupe usted. Lo importante es que haya venido»


El escritor Narciso Sáenz Diez Serra (más conocido como Narciso Serra) paseaba en cierta ocasión con un amigo cuando le preguntó:
«¿Cuántos cornudos te parece que viven en esta calle sin contarte a ti?»
El acompañante indignado contestó:
«¡Cómo sin contarme a mí! Esto es un insulto…»
A lo que el dramaturgo reformuló la pregunta:
«Bueno, no te enfades. Vamos, contándote a ti, ¿cuántos te parece que hay?»

El obispo de Ginebra y posteriormente canonizado santo, Francisco de Sales
se encontraba dialogando larga y distendidamente con una dama de la corte. Tras terminar la conversación y despedirse se encontró con un conocido que le preguntó si la señora con la que había estado hablando era hermosa.
«¿Hermosa? -respondió el prelado- No lo sé»
«¿Cómo es posible? ¿No la habéis visto?»
«La he visto, pero no la he mirado»


En 1960, durante el rodaje del film G. I. Blues, protagonizado por Elvis Presley, éste se convirtió en el amante de la actriz Juliet Prowse, con la que compartía rodaje. El problema era que la actriz, en aquellos momentos, estaba comprometida con Frank Sinatra.
El rey del rock tenía sus encuentros amorosos en el camerino y apostaba en la puerta a Red West, un amigo de la infancia del cantante que en aquellos momentos le hacía de guardaespaldas.
En cierta ocasión, Red quiso gastarle una broma a su amigo y aporreó fuertemente la puerta anunciando que Sinatra se acercaba por el pasillo. Cuando Elvis se asomó comprobó que se trataba de una broma.
Días después, los amantes se encontraban en la habitación de Juliet en el hotel de concentración del equipo de rodaje.
Sonó el teléfono y Red advirtió de la presencia de Frank Sinatra en el hall del hotel. Elvis no le creyó y le colgó el teléfono.
Instantes después, Elvis abandonó la habitación cuando al girar el pasillo choco de bruces con Sinatra.

Johannes Brams  tuvo que acceder en cierta ocasión a recibir la visita de una cantante a la que él consideraba bastante mediocre.
La intención de la joven intérprete era que el genial músico le cediera una de sus composiciones para poder adjuntarla en su repertorio.
-En estos momentos ninguna de las que tengo escritas es apropiada para usted, por lo que deberá esperar un poco.
Ante la insistencia de si tendría que esperar mucho tiempo, Brahms contestó:
-No se lo puedo decir, pero las únicas canciones que le prestaría son mis canciones póstumas. Así tendré la seguridad de no oírselas cantar.


Una noche el compositor francés Théodore Dubois había prometido asistir a una audición de un pianista aficionado desprovisto de todo virtuosismo, pero provisto de una considerable fortuna. Dubois llegó cuando el concierto había empezado y no le permitieron entrar en la sala.
-Pueden dejarme pasar, no haré ruido.
Pero el portero, muy serio, contestó:
-Piense, señor, que si abro la puerta querrán irse los que están dentro.


El General George S. Patton nunca se dejó estremecerse por los bombardeos. Era un militar firme y odiaba a los soldados cobardes, molestándole de manera exagerada que sus hombres al mando se refugiaran y/o pusieran a cubierto, incluso en un fuerte bombardeo.
Cierto día, durante la Segunda Guerra Mundial, se encontró con el Mayor General Terry Allen que estaba al cargo de un campo de batalla plagado de trincheras.
«Allen ¿usted tiene una trinchera también?» pregunto Patton.
«Sí, señor» respondió Allen, señalando «Justo ahí»
Sin mediar palabra alguna, Patton se acercó a la trinchera, bajó sus pantalones y orinó en ella.

En plena Guerra de la Independencia, George Washington envió a sus oficiales a requisar los caballos de los terratenientes locales. Llegaron a una vieja mansión y cuando salió su anciana dueña le dijeron:
«Señora, venimos a pedirle sus caballos en nombre del Gobierno»
«¿Con qué autoridad?» replicó la mujer
«Con la del General George Washington, comandante en jefe del ejército americano»
La anciana sonrió y zanjó el tema:
«Váyanse y díganle al general Washington que su madre dice que no puede darle sus caballos»
Fuente: 20minutos.es

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