Para oír una
canción, alguien tenía interpretarla en un instrumento, así que, las tiendas de
música vendían, junto a los pianos, flautas y guitarras, las partituras para
ejecutar las obras.
De allí
nació la idea de los ‘impulsadores de canciones’ o ‘song pluggers’, unos
señores que eran contratados directamente por las tiendas de música, que
sentados frente a un piano tocaban y cantaban en vivo las canciones de moda.
Así, los dueños de los almacenes les iban pasando las partituras de las
canciones que querían promocionar.
Con el
tiempo, los
representantes de los compositores comenzaron a tener sus propios
‘impulsadores’, quienes visitaban las tiendas para promocionar su música. Estos
‘impulsadores’ llegaron a ganar mucho dinero en este oficio.
Con la
llegada de los discos la música se masificó. Ahora todo el mundo tenía acceso a
la música, y ya no hacía falta que alguien tocara instrumentos en vivo.
Los
‘impulsadores de canciones’ vieron amenazada su labor, pues las disqueras
encontraron que el disco era mucho más rentable y masivo que las partituras, y
crearon la figura del promotor discográfico para que visitara las emisoras
de radio para impulsar los discos.
Al principio
de la radio no existía la figura del programador. Cada disc-jockey ponía su
propia música (la que le gustaba a el). Como había pocas emisoras, podían ser
muy abiertas en su programación.
De esta
forma, estos
disc-jockeys se convirtieron en figuras muy importantes, se volvieron
estrellas, particularmente con la llegada del rock n’ roll en los años 50, una
fiebre que disparó la venta de discos.
Las
disqueras vieron el poder de estos locutores y comenzaron a ingeniarse
diferentes formas de impulsar sus discos mediante concursos, conciertos y
premios para los oyentes, pero también surgió la opción de ofrecer a los
disc-jockeys invitaciones, entrevistas, fiestas y otras dádivas, hasta que llegó
el momento de sobornarlos con dinero, drogas, viajes y otros obsequios para que
tocaran más veces las canciones sin que las directivas de la emisora se
enteraran.
De allí
surgió el término ‘payola’, uniendo la palabra
‘pay’ (pagar) y ‘ola’ (aplicado a equipos de música como pianola, rockola,
vitrola).
Así se acuñó
ese término que significa ‘pagar por sonar’. Y
en venganza fueron los antiguos y ahora desempleados ‘impulsadores de
canciones’, que ya estaban entrando en desuso, quienes se encargaron de
denunciar esta práctica.
Esto no es
nada nuevo: es algo que se ha dado en todo el mundo en mayor o menor escala.
Sin embargo, como cualquier pago debajo de la mesa, es algo indebido, e incluso
en países como los Estados Unidos es considerado como un ‘soborno comercial’
castigado por la ley.
De hecho,
Sony BMG Music Entertainment en julio de 2005, Warner Music Group en noviembre
de ese mismo año, y Universal Music Group en mayo de 2006 tuvieron que pagar
millones de dólares a organizaciones sin ánimo de lucro del estado de Nueva
York por delitos relacionados con la “payola”.
En
Latinoamérica, los artistas y las disqueras niegan que la pagan, y mucho menos
los programadores, locutores y propietarios, aceptan que reciben dinero por la
payola. Denunciar esta actividad ilegal, tiene riesgos ya que es una acción muy
difícil de comprobar. Sin embargo las grandes cadenas de radio la combaten,
unas más vehementemente que otras.
De hecho, no
hace mucho una de las grandes cadenas decidió ‘legalizar’ la payola, vendiendo
‘sonadas’ a las disqueras en sus emisoras. Aunque el negocio estaba regido por
las normas internas de la compañía, es decir, que no se trataba de un negocio
bajo cuerda, al final, si se estaba engañando al público que no entendía por
qué repetían tanto algunas canciones que no eran tan buenas, sin saber que
detrás de esa acción había un interés netamente comercial.
Sobra decir
que esa cadena de emisoras musicales fue perdiendo audiencia en su país y se
redujo su número de estaciones al mínimo.
Si una canción es buena no necesita
que le paguen a nadie para programarla.
El problema
es que, debido a la payola, la emisora empieza a tocar música mala y los
oyentes empiezan a dejar de escuchar la emisora y esta se derrumba. Hay
demasiadas opciones dentro y fuera del dial para escuchar lo que le gusta.
El problema
de la payola se ha agravado en los últimos tiempos por varios factores:
A los
promotores los miden por el número de sonadas en radio. Las disqueras cuentan
con métodos mucho más efectivos de monitoreo: hoy en día ese tipo de servicios
entregan información en tiempo real de emisoras de todo el país, lo que permite
a las disqueras y artistas independientes conocer de inmediato cuántas veces
están sonando sus canciones.
Las
playlists de las emisoras cada vez son más reducidas. En lugar de tener cientos
o miles de canciones en programación solo tienen alrededor de 100, para
asegurar una mayor rotación. Esto hace que artistas y disqueras se peleen por
entrar en esa reducida lista de programación, y llegan, incluso, a pagar para
que el director no programe canciones de otros artistas.
La cultura
del dinero fácil, de la trampa, que se ha extendido a todos los niveles de
nuestra sociedad, no es la excepción en la radio.
Mientras la
“payola” no esté reglamentada como delito, lo descrito arriba seguirá
ocurriendo. Las directivas seguirán poniendo vigilantes y cámaras en los
estudios. La paranoia seguirá estresando a los auditores. Las emisoras seguirán
despidiendo a directores y las disqueras y artistas seguirán invirtiendo en pagarla.
El público,
que hoy en día dispone de tantas opciones, es difícil de tenerlo contento, cada
vez preferirá escoger sus propias canciones en sus dispositivos móviles y
computadores para no tener que escuchar música de baja calidad que solo
beneficia a quien recibe ese dinero sucio.
Y así la
radio cada vez irá cavando su propia tumba, no por culpa de las nuevas
plataformas tecnológicas sino por mala accion
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