Se cuenta que una
noche, Beethoven y un amigo estaban caminando por las calles de Bon,
y, al pasar por uno de los barrios más pobres, se sorprendieron de oír música,
bien interpretada, proveniente de una de las casas. Beethoven, con su usual
intrepidez, cruzó la calle, abrió la puerta de un empujón, e ingresó a la casa
sin anunciarse. La habitación era precaria, y estaba iluminada por una débil
vela. Un hombre joven se encontraba trabajando sobre un banco de zapatero en un
rincón. Una joven mujer, aún casi una niña, estaba sentada a un viejo piano
cuadrado. Ambos se sobresaltaron por la intromisión, pero su sorpresa no fue
mayor que la de Beethoven y su amigo al enterarse que la joven era ciega.
Beethoven, un tanto confundido,
se apresuró para disculparse, y explicó que había quedado tan impresionado con
la calidad de ejecución de la joven, que había apresurado por averiguar quién
era que estaba tocando en ese mismo momento esa noche y en ese barrio de la
ciudad. Luego, preguntó amablemente a la muchacha dónde había aprendido a
tocar, a lo cual ella respondió que una vez habían vivido al lado de una mujer
que estudiaba música, y quien pasaba gran parte de su tiempo practicando las
obras del gran Maestro, Beethoven. Ella había aprendido a tocar muchas de las
piezas del Maestro tan sólo oyendo practicar a su vecina.
El hermano de la joven los
interrumpió en ese momento para saber quiénes eran los intrusos, y que
seguramente habían notado la pobre interpretación de su hermana. ¡Escucha! Dijo
Beethoven, mientras caminaba hacia el piano, luego se sentó y tocó los acordes
iníciales de su Sonata Claro de Luna.
Lágrimas cayeron de los ojos de
la muchacha al momento en que ella reconoció la música, y luego con una voz
trémula, le preguntó si era posible que fuera él, el gran Maestro en persona.
“Si” respondió Beethoven; “tocaré para ti”. Luego de unos momentos, mientras
tocaba una de sus composiciones más viejas, la vela parpadeó, y se apagó. La
interrupción pareció romper el tren de su memoria. Beethoven se levantó, fue
hacia la ventana, y la abrió, inundando la habitación con la luz de la luna.
Luego de meditar unos momentos, se volvió y dijo: “Improvisaré una sonata a la
luz de la luna”. Luego siguió la maravillosa composición que conocemos tan
bien.
Sin embargo, para introducir un
frío y desagradable aspecto a este relato tan poético, debemos saber que debido
el método de escritura de Beethoven y a su hábito de retocar, revisar y pulir
una y otra vez sus manuscritos, es probable que la improvisación de aquella
noche fuera mucho más aburrida que el trabajo final. El primer movimiento de la
sonata “Claro de Luna” es lento, majestuoso y sombrío, como un hermoso y formal
jardín que yace ilusionado en la oscuridad de la noche. Luego aparece silenciosamente
escabulléndose bajo la sombra del acompañamiento, una triste e infinitamente
amorosa melodía, que impregna todo el movimiento, hasta que el completo
significado de su espeluznante y mística belleza es revelado; incluso mientras
la luna naciente gradualmente baña nuestro oscuro jardín en un esplendor
plateado.
Luego de una pausa sin
respiros, comienza el segundo movimiento, y nuestro jardín se llena de repente
con espíritus danzantes, etéreos y delicados, como sabemos que deben ser los
espíritus, pero moviéndose con un abandono de ritmo que lo lleva lejos en un
remolino de placer. Un corte repentino, otro silencio de suspenso, y comienza
el tercer movimiento: como una ráfaga de viento que azota los árboles y envía a
los espíritus a refugiarse a toda prisa, las notas caen apresuradamente,
arremolinándose, como suele hacerlo el viento. Las nubes corren deprisa por el
cielo, pero incluso ahora y entonces por entre los claros, se ve la luna
cabalgando majestuosamente, inundando el tortuoso jardín con dulces y serenas
melodías de luz.
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